07 agosto, 2010

Una guerra más, por favor

David Bromwich Huffington Post/ICH, 7 de agosto de 2010

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


“¿Se recordará el verano de 2010 como los días en los que nos convertimos en una nación de sonámbulos? Hemos escuchado informes sobre la intrusión del Estado en la vida diaria, y las injusticias cometidas por la potencia estadounidense en el exterior. Los informes causaron conmoción, pero desaparecieron tan rápido como llegaron. Las dos últimas semanas de julio presenciaron dos historias semejantes en días casi sucesivos.


Primero fue Top Secret America, un informe en tres partes del Washington Post por Dana Priest y William M. Arkin sobre la hiperextensión de contratos privados, edificios gubernamentales, y gastos financiados con impuestos en la economía secreta de la vigilancia. Desde 2001, las nuevas industrias de minería y análisis de datos han producido casi un millón de aprobaciones de máximo secreto para que unos estadounidenses espíen a otros estadounidenses. Entonces, a finales de julio, vino la publicación de 90.000 documentos por Wikileaks, como informó el New York Times, que revelaron entre otros hechos la futilidad de los esfuerzos de “construcción” de EE.UU. en Afganistán. Allí no logramos ningún progreso, ante la interminable matanza estadounidense de civiles; mientras tanto, los impuestos estadounidenses se utilizan para apoyar a un servicio de inteligencia paquistaní que canaliza el dinero a terroristas que matan soldados estadounidenses: una rutina de violencia. Ambas conclusiones fueron presentadas por los medios dominantes como historias legítimas, o como adelantos de materiales para una historia que todavía no se ha contado íntegramente. Fue una mejora en comparación con la práctica de informar sobre historias prefabricadas por el gobierno y “controladas” por fuentes anónimas también del gobierno. Sin embargo, como ha sucedido en muchos casos en los medios de masas después de 2001 –uno piensa en la historia de David Barstow sobre los “expertos en la guerra” preparada por el Pentágono y contratada por las redes– las historias sobre la vigilancia secreta y los documentos de Afganistán fueron imprimidas y olvidadas: sin seguimiento ni en los medios ni en el Congreso.

Parecería que hemos entrado a un limbo moral en el cual el juicio político se suspende y la opinión pública pierde el aliento.

Thomas Jefferson dijo en abril de 1820, al escuchar los argumentos respecto a la “cuestión de Missouri” y al ver las pasiones excitadas por un compromiso sobre la esclavitud, que entonces la conducta de su país “me despertó y llenó de terror como una alarma de incendio en la noche”. Parece una voz de otro mundo. Cuántas alarmas hemos tenido: sobre nuestras guerras en Oriente Próximo, sobre las medidas que tomamos en el interior para asegurarnos contra nuestras aventuras en el exterior. Cuán borrosa y alucinada se ha hecho nuestra reacción. “Es horrible –ya lo sabíamos– no importa”. Parece ser el orden de la reacción, ya bien ensayada, de los formadores de opinión en los medios que revelan las historias. Es una creencia entumecida que termina en una aceptación inerte. Y se ve la misma actitud desdichada en la conducta de los dirigentes y la de los dirigidos. El general Mattis, el nuevo comandante de CentCom, dijo que la publicación de los documentos de Wikileaks fue “un acto de irresponsabilidad espantosa”. También dijo que el alijo de documentos “no nos dice nada que no sepamos”.

Sin embargo, esas dos declaraciones no pueden ser ambas verdad. Si se desveló un secreto embarazoso, con consecuencias terribles, significa que la revelación sacó a la luz algo que no sabíamos. Por otra parte, si no había nada nuevo en los documentos, su publicación fue un ejemplo banal de información preparatoria, tan inofensiva como manida. Una de las características de un letargo moral como el nuestro es que extirpa la lógica, así como los sentimientos comunes.

Algo está podrido en nuestra democracia. Como una familia en lo que todo sale mal y nadie dice una palabra, cargamos un lastre de preguntas no formuladas que ocultan aún más preguntas. ¿Necesitan siempre una guerra los estadounidenses? Es una primera pregunta. No parecía así antes de 2001. Y los ataques que EE.UU. sufrió entonces, ataques cuya miseria hemos multiplicado por cien contra enemigos reales e imaginarios, ¿provocaron esos eventos y la interpretación dada por Cheney y Bush (y ratificada, con un agradable cambio de tono, por Barack Obama) una mutación en el carácter estadounidense? En relación con la Constitución y nuestro sitio en el mundo de las naciones, 2001 debe haber asumido en ese caso el estatus de la Gran Explosión en el universo de la política. Es inútil llegar a pensar en algo que haya pasado antes.

Decir que ahora actuamos como si necesitáramos una guerra puede subestimar el síndrome. Parece que necesitamos tres guerras en un momento dado: una guerra para salir de ella, una guerra en la que estamos inmersos y una guerra a la cual queremos entrar. Las tres son actualmente: Iraq, Afganistá e Irán. ¿Y las tres siguientes? Pakistán, Sudán y Yemen, tal vez: ya vamos bien avanzados en las tres –bien avanzados en ataques con misiles, operaciones ocultas, gente que nos rechaza, y que pretendemos apoyar-.

El compromiso con la guerra como necesidad general no era menos erróneo, pero parecía más comprensible, cuando el presidente era George W. Bush. “Todas las guerras son infantiles y son libradas por muchachos”, escribió Melville; y era evidente para cualquiera con terminaciones nerviosas que Bush era un muchacho insatisfecho. La busca de múltiples guerras parece más evidente bajo Barack Obama porque corresponde a la idea común de un adulto. De modo que ahora buscamos con menos emoción el principio que respalda las guerras que otrora parecían impulsadas por pasiones primitivas y una cruel ingenuidad.

Por ejemplo Afganistán. Dos políticas convergen y se pretende que una haga progresar a la otra. Hay una política de contrainsurgencia: “despejar, retener, y construir”. Y hay contraterrorismo: matar, matar y ocultar. En la práctica, esta última significa: mata a un terrorista, mata a la gente que lo rodea y oculta la muerte de estos últimos.

La cara benévola de la contrainsurgencia exige que pretendamos que la muerte de inocentes no tiene nada que ver con el aumento del número de los que cometen actos de terror contra EE.UU. y sus puestos avanzados. Pero no se puede negar –y no se niega de hecho, sólo se menciona con cuentagotas– que los nuevos terroristas son frecuentemente amigos y parientes de los civiles que matamos y tratamos de ocultar. El hecho es que las dos estrategias de la guerra en Afganistán –contraterrorismo y contrainsurgencia– niegan los motivos de la otra e invalidan los objetivos de la otra. La realización de esas estrategias, sin embargo, fue encargada en tándem por el general McChrystal. Y en la busca de semejantes propósitos contradictorios, gozó del pleno apoyo de Richard Holbrooke, de la secretaria de Estado y del presidente. Esa fue la verdadera importancia del artículo de Michael Hastings en Rolling Stone cuyas citas impropias llevan al despido de McChrystal. “Es horrible –ya lo sabíamos– no importa”.

A Hastings le han negado ahora el permiso para que sea “atraillado” con los soldados estadounidenses. ¿Pueden, sin embargo, negar el permiso a suficientes periodistas para cambiar la historia, una vez que se ha publicado? Tiene muchos aspectos, y muchos ángulos, y es difícil impedir que usen sus mentes a los que están atraillados. Una periodista, actualmente atraillada, Ann Jones, presentó recientemente un retrato impresionante de cómo los soldados estadounidenses no logran ganar amigos entre los miembros de las tribus afganas. Es bastante difícil ganar la confianza cuando los soldados irrumpen en las casas de las aldeas con sus máscaras y con sus rifles amartillados para “asegurarse” antes de ganar amigos. El problema era que su manera de entrar enfriaba la hospitalidad de la recepción. Nuevas órdenes para mejorar ese proceso llevaron a nuevos reveses. Los jóvenes soldados, informa Jones, han recurrido a una técnica que da buenos resultados en universidades estadounidenses, un divertido intercambio de pedos. La práctica es considerada por sus anfitriones afganos como una señal de profunda falta de respeto. De esta manera un nuevo error aparece para reemplazar cada orden que ha sido correctamente revocada. Es el problema de una ocupación. Supongamos ahora que los afganos lleguen a asociar la alegre inadvertencia de los jóvenes soldados con esos otros soldados de los que han oído hablar, los que ordenaron un ataque aéreo contra una fiesta de matrimonio. La complejidad de los sentimientos afganos sobre la ayuda que están recibiendo sólo se puede imaginar.

Los soldados estadounidenses en Afganistán trabajan bajo dos indisposiciones que nunca fueron consideradas adecuadamente por la doctrina de contrainsurgencia de Petraeus. Su modelo fue la fuerza policial británica en Irlanda del Norte. Pero los estadounidenses en Afganistán, a diferencia de los ingleses en Irlanda, ni siquiera hablan el idioma de los ocupados. Tampoco comparten ninguna versión, por reformada o cualificada que sea, de las creencias religiosas de la gente. El problema del lenguaje llega más lejos de lo que la mayoría de los estadounidenses se toma la molestia de imaginar. El lenguaje oficial de la fuerza aérea afgana, por ejemplo, es inglés. (¿Cómo podemos confiar en ellos si no entendemos lo que dicen?) Por eso no existe una fuerza aérea afgana. La divergencia de creencias religiosas presenta una dificultad no menos inextricable.

¿Qué pasa cuando la inventiva estadounidense intenta cruzar la línea religiosa? Es comprensible, desde un punto de vista, que la solución haya sido publicada en el New York Times, un periódico que admite que la guerra de Afganistán está muy desprestigiada pero que quiere que las fuerzas estadounidenses permanezcan en ese país. Para resolver el problema, el Times recurrió a un sargento de la 82 División Aerotransportada, Mitchell LaFortune. “El concepto del Islam de los insurgentes”, escribe LaFortune en su pieza editorial, “es inaceptable para la mayoría de los afganos, pero hay poca alternativa, ya que la mayoría de los clérigos que rechazaban a los talibanes han muerto o han huido”. No obstante, las fuerzas estadounidenses deben apoyar una alternativa. “La creación de una red de personalidades religiosas más progresistas para competir con los partidarios de la línea dura tomará su tiempo”, admite, pero “podríamos iniciar rápidamente un progreso mediante la creación de un grupo de ‘mullahs móviles’”. ¿Qué son exactamente los mullahs móviles? “Clérigos bien protegidos”, dice LaFortune, “quienes pueden viajar por áreas rurales y solucionar disputas por tierras y otros problemas”. ¿Pero cómo ganarán la confianza de los nativos, si van de lugar en lugar? De nuevo hay una respuesta rápida: “Esos hombres deberían provenir de las áreas generales en las que realizarán sus deberes y ser aprobados por los dirigentes de las comunidades”. Esta sugerencia aparentemente seria recibió un espacio considerable en nuestro periódico de referencia. Y al hacerlo, el Times rindió una especie de servicio. “Los mullahs móviles” son un producto puro de la mente de la contrainsurgencia, esperanzada por naturaleza, pero abandonada a su suerte en un país cuyas costumbres ignora. El mullah en un Humvee es el descendiente directo del “gobierno en una caja” del general McChrystal.

Afganistán es, por ahora, la guerra en la que estamos metidos. Iraq es la guerra de la que vamos saliendo –incluso si decenas de miles de soldados y mercenarios se quedan, y las bases que los protegen, y la mayor embajada del mundo. Sin embargo, nuestra imagen de lo que hicimos a Iraq ha sido notablemente depurada, Los medios dominantes han seguido el ejemplo del compromiso del presidente de no mirar hacia el pasado. Por lo tanto, cuando vemos una historia del empobrecimiento y de la miseria de Iraq, nada parece rastrear esos efectos a las sanciones económicas de 1990-2003. Éstas formaban parte de la lucha “decente” contra Sadam Hussein, según la mitología estadounidense; la presión hábilmente aplicada por el Bush mayor, más sabio, y por Bill Clinton. Pero pasemos ahora de los medios estadounidenses a un estudio de la evidencia sobre las sanciones de Andrew Cockburn en el London Review of Books, y emerge una historia diferente. Tomemos un ejemplo: las sanciones prohibieron la entrada de bombas para tratar aguas usadas, y, escribe Cockburn:

“Cada año aumentó la cantidad de niños que murieron antes de llegar a su primer cumpleaños, de uno cada 30 en 1990 a uno cada ocho siete años después. Especialistas de la salud estuvieron de acuerdo en que se debía al agua contaminada”.

El efecto, mientras tanto, de la inflación y del desempleo fue que la gente de Iraq dependiera cada vez más de su dictadura. Madeleine Albright declaró en marzo de 1997 que las sanciones no se levantarían incluso si Sadam Hussein cumplía con los requerimientos de inspección, ya que habían sido fijadas para ayudar a derrocar al propio dictador.

Trece años después de que una secretaria de Estado de EE.UU. expresó esas palabras, no nos acercamos más a la verdad sobre la política de EE.UU. cuando leemos los “parámetros” de competencia eléctrica en un reciente artículo en el Times por Steven Lee Meyers. Éste nos dice que “la falta crónica de energía eléctrica es el resultado de una miríada de factores, incluida la guerra, la sequía y la corrupción, pero en última instancia refleja un gobierno disfuncional”. “En última instancia” debe ser considerada fuera de su uso normal en este caso como si se refiriera a la última, pero no a la mayor causa. Esta forma de análisis armoniza con otros elementos de la cobertura de Meyers; por ejemplo la manera en que el hecho brutal de la destrucción por EE.UU. de la red eléctrica (parte esencial de “Conmoción y Pavor”) se reduce a una declaración alicaída cuyo tenor es la vaga idea de que ‘cosas pasan’: “Antes de la invasión de Kuwait por el señor Hussein, hace 20 años este mes, Iraq tenía la capacidad de producir 9.295 megavatios de energía. En 2003, después de los bombardeos estadounidenses y de años de sanciones internacionales, se redujo a la mitad”. Nótese la renuencia a decir lo obvio: “Las bombas estadounidenses destruyeron la red eléctrica de Iraq, y la insistencia estadounidense organizó y mantuvo las sanciones”. Sin embargo, el artículo de Steven Lee Meyers en el Times no es precisamente un ejemplo terrible; es, en todo caso, más honesto y menos auto-absolvente que la mayor parte de lo que aparece en el Times y en otros sitios.

Basta de guerras presentes y pasadas. ¿Qué pasa con la futura guerra, la guerra que ya está siendo preparada por una parte importante de la opinión israelí y estadounidense, la guerra contra Irán? El presidente Obama ha calificado a Israel de aliado “sacrosanto”, e incluso antes de utilizar un lenguaje tan piadoso, zalamero, e inadecuado para el dirigente de una república independiente, Irán no confió enteramente en EE.UU. Para recordar el motivo, tendríamos que violar la promesa del presidente Obama de mirar sólo hacia el futuro, y mirar en su lugar al pasado. Pero sigamos por el momento su admonición; miremos sólo a la guerra del futuro. ¿Cómo, entonces, se relaciona Irán con las guerras en Iraq y Afganistán? Por el tenor de las palabras recientes de Obama sobre Afganistán, se podría suponer que está haciendo lo mejor que considera posible ahora –es decir, irse– pero a la velocidad que imponen sus oponentes interiores, es decir, con más lentitud de lo que sabe que sería lo correcto. Con Irán, al contrario, Obama parece estar haciendo lo que considera erróneo –es decir agregar intensidad a la presión para una futura guerra –pero, de nuevo, como en Afganistán, lo hace con más lentitud de lo que sabe que sus oponentes preferirían para lograr su resultado. El partido de la guerra dentro de su gobierno está apaciguado, pero todavía no está contento. Posiblemente el resultado que espera Obama es que estas dos manifestaciones de lentitud, lento en el lado correcto en Afganistán, lento al lado equivocado en Irán, se encontrarán en algún sitio al medio, y nos ahorrarán dos catástrofes al mismo tiempo. Pero el tiempo, en la política, no funciona de esa manera; un hecho que a menudo este presidente no parece dispuesto a absorber. A veces es importante decir No temprano y definitivamente. Hay que decirlo temprano y definitivamente si no se quiere ser forzado a decir sí más adelante a pesar de uno mismo. La historia sugiere que las guerras, por su naturaleza, no son tan adecuadas a las multitareas como la mente de Obama.

Ahora estamos involucrados en un lento esfuerzo por sobreponernos a la derrota de nuestras esperanzas de un imperio en Asia. Parece el significado incontrovertido de las recientes palabras de Obama, si no de todas sus acciones; sin embargo trata de hacerlo sin renunciar a las suposiciones con las que comenzamos. La palabra más fuerte que Obama ha dicho contra la guerra de Cheney y Bush en Iraq no es que fue injusta, poco política e innoble, sólo que fue “estúpida”. Una condena dura en el lenguaje de los tecnócratas, pero no realmente en la misma liga que el llamado de Gladstone al pueblo inglés para preguntar

“si ha de ser sustancialmente gobernado, su futuro comprometido, sus enfrentamientos enormemente extendidos, la necesidad de sus impuestos ampliada y aumentada, no sólo sin su consentimiento, sino sin su conocimiento, y no sólo sin su conocimiento, sino con el máximo cuidado de ocultarle los hechos”.

Cuesta decir qué es peor, los gastos o el secreto, pero tal como lo veía Gladstone, ambos funcionan según el mismo principio. Gran parte de los gastos va a beneficiarios cuya identidad debe mantenerse secreta, y cada disparate cometido en secreto requiere nuevos desembolsos para encubrirlo.

Como la mayoría de los demócratas después de Franklin Roosevelt, Obama se preocupa sobre todo de la política interior. Por eso, en un año de colapso financiero y profunda recesión, con dos guerras en sus manos, prefirió dejar su impronta con el Sistema de Salud Pública –una decisión atrevida pero muy convencional para un demócrata-. Trató de enfrentar el leviatán de la legislación de salud pública mientras combatía un desastre que quebró los bancos y revisaba una política de seguridad que había roto los límites de la Constitución. Esta ambición exorbitante provenía tanto de la falta de un cierto tipo de imaginación como de la prevalencia de otro.

Las guerras tienden a llevar a otras guerras. Lo hacen incluso si no se acepta la creencia de que el propio país debe librar guerras permanentemente. Sin embargo, Barack Obama ha mostrado ciertos signos de aceptar esa creencia. Lo dijo en su discurso en West Point el 1 de diciembre de 2009:

“Desde los días de Franklin Roosevelt, y el servicio y sacrificio de nuestros abuelos, nuestro país ha cargado un peso especial en los asuntos globales. Hemos derramado sangre estadounidense en muchos países en múltiples continentes. Hemos gastado nuestros ingresos para ayudar a otros a reconstruir de los escombros y a desarrollar sus propias economías”.

Hizo todo lo posible por repetir la misma afirmación nueve días después en una ocasión discordante, su aceptación del Premio Nobel de la Paz. Obama mencionó allí la responsabilidad particular de EE.UU. de mantener la paz por la fuerza de las armas, y la gratitud que el mundo debe en consecuencia a EE.UU.: “el hecho manifiesto es que: EE.UU. ha ayudado a garantizar la seguridad global durante más de seis décadas con la sangre de nuestros ciudadanos y la fuerza de nuestras armas. El servicio y el sacrificio de nuestros hombres y mujeres en uniforme ha promovido la paz y la prosperidad desde Alemania a Corea”. Hay que reconocer que un tópico importante del discurso del Premio Nobel fue el peligro de proliferación nuclear. Sin embargo Obama, al adoptar el privilegio y la inmunidad de un estadista estadounidense en el exterior, no mencionó que el único uso de armas nucleares ha sido el de EE.UU. contra Japón. El presidente habló como un maestro –un estilo que le es fáci-. Pero respecto a este tema, como en algunos otros, EE.UU. no puede pretender que le corresponda dar una lección al mundo sin aprender al mismo tiempo una lección para sí mismo.

En todo momento de la historia, han sido necesarios los esfuerzos más exigentes de la combinación de voluntad y entendimiento para impedir que la guerra siguiente emerja de la última. John Maynard Keynes, cuando escribió, en su memoria El doctor Melchior, sobre las negociaciones después de Versalles sobre el levantamiento del bloqueo de posguerra contra Alemania, describió con precisión la manera como la guerra nos lleva a la guerra. Keynes recordó el discurso de Lloyd George ante representantes de Francia y EE.UU. que finalmente rompió el impasse. Informa que Lloyd George dijo en marzo de 1919 que “Los aliados”

“ahora habían ganado, pero las memorias de la hambruna podían volverse un día en su contra. Se dejaba que los alemanes murieran de hambre mientras al mismo tiempo cientos de miles de toneladas de alimentos yacían en Rotterdam. Esos incidentes constituyeron armas mucho más formidables para su uso contra los aliados que cualquiera de los armamentos que se pretendía limitar. Los aliados estaban sembrando odio para el futuro: acumulaban agonía, no para los alemanes, sino para sí mismos… Mientras se mantuvo el orden en Alemania, existía un rompeolas entre los países de los aliados y las aguas de la revolución del otro lado de sus fronteras. Una vez arrasado el rompeolas, no pudo hablar por Francia, pero temblaba por su propio país”.

¿Deberíamos temblar, nosotros estadounidenses, por nuestro país cuando pensamos en los vientos que estamos sembrando en Irán?

Hay poco desacuerdo sobre los hechos. “Nadie cree”, como dijo Philip Giraldi recientemente: “Que Irán sea otra cosa que una nación que está a sólo un paso de convertirse en una dictadura religiosa total, pero el país tiene una economía pequeña, un pequeñísimo presupuesto de defensa y, en la medida en la que los servicios de inteligencia del mundo pueden determinarlo, ni armas nucleares ni un programa para desarrollarlas”. Sin embargo el presidente Obama y sus consejeros, si se atreven a notarlo, pueden ver que la Resolución de la Cámara 1553 gana firmas y le gana la mano a su política. La resolución es el sueño de un demagogo del engaño de la seguridad colectiva. Declara, anticipadamente, el apoyo estadounidense para un ataque israelí contra Irán, y da la inaudita aprobación de EE.UU. para que una potencia extranjera utilice “todos los medios necesarios” para promover sus propios intereses y para seguir su propia definición de esos intereses. A propósito, la resolución adopta el lenguaje de la propaganda israelí cuando se refiere a Irán como una “amenaza inmediata y existencial”.

¿Se convertirá Irán en nuestra tercera guerra del momento? Sanciones que, como ha dicho Benjamin Netanyahu, pronto deberían ser “sanciones devastadoras”, ya nos colocan hombro con hombro por ese camino. Para darnos por satisfechos con su consejo, sólo tenemos que creer la teoría del Likud de que Irán es una “nación suicida” cuyos gobernantes quisieran enviar su primera arma nuclear (cuyo desarrollo todavía tardará años) para destruir Israel y matar a los árabes en Israel junto con los judíos; y que lo harían con el conocimiento seguro de que provocarían el aniquilamiento del propio Irán. Porque se sabe que Israel, a diferencia de Irán, posee un gran arsenal nuclear y la capacidad para lanzar un ataque nuclear. Suponer que EE.UU. tiene el deber de sumarse o de apoyar un ataque israelí contra Irán es una proyección de una fantasía, no de una política. Sin embargo ninguna de las personas que rodean al presidente ha pronunciado una palabra para contrarrestar esta fantasía.

Los que presionaron con mayor fuerza por la guerra de Iraq, Reuel Marc Gerecht, Frank Gaffney, William Kristol, Charles Krauthammer, Liz y Dick Cheney y muchos otros, conocidos y ocultos, están caldeando los ánimos para un ataque contra Irán. ¿Por qué tanta presión tan temprano? La razón puede residir en la improbabilidad misma de la causa. En vista de la posición geográfica de EE.UU. y de la fuerza abrumadora de nuestras armas ofensivas y fuerzas armadas, la única manera que posiblemente nos podría hacer sentir amenazados por Irán es si, al apoyar temprano a Israel, adquirimos los enemigos de Israel como los nuestros. Una hostilidad determinada de EE.UU. contra Irán se ve como un paso importante en ese sentido. Los vestigios de decencia obligan a los cuerdos en el partido de la guerra a admitir que no existe un peligro para Israel desde Irán, ahora mismo, para no hablar de un “peligro existencial” que implicaría a EE.UU. Esto dejará de importar si la enemistad se puede profundizar suficientemente en los próximos meses.

Para mantener las guerras antiguas, y darnos una nueva, el partido de la guerra tiene que argumentar ahora, como hizo en el caso de Iraq, que la única guerra inteligente es la guerra preventiva, y que las ambiciones nucleares marcan un caso especial. Además, pueden agregar, como hicieron en el caso de Iraq, como hicieron en el caso de Afganistán, hasta hace unas pocas semanas, que un ataque israelí o estadounidense tendrá el beneficio agregado de una mejora de la democracia en Irán. Hay una diferencia, sin embargo. En el caso de Iraq, el partido de la guerra instigó con éxito a unos pocos iraquíes para que apoyaran su causa. Los llamaron Congreso Nacional Iraquí, y recompensaron con dinero y estatus al hombre de confianza que los dirigía, Ahmed Chalabi. Todavía no han encontrado una facción comparable de iraníes, por minúscula que sea, para defender la teoría de un bombardeo emancipador de Irán. A la gente no le gusta que la bombardeen, en general. Asimismo, como puede sugerir la red eléctrica de Iraq, y puede ser confirmado con el plan de “mullahs móviles” para Afganistán, se puede confiar en que un conjunto de conquistadores que no saben nada sobre los objetos de sus acciones, son capaces de convertir cualquier éxito que obtengan en un desastre.

Es muy posible que noviembre de 2010 convierta la mayoría del presidente en un partido minoritario. ¿Qué pasará entonces con nuestras guerras pasadas, presentes y futuras? El Likud, tanto en Israel como en EE.UU., podría estar listo para la acción antes de lo que quisiera el presidente Obama, tal como el Tea Party [Motín del té] ganó fuerzas de manera más rápida y contundente de lo que se esperaba en la primavera de 2009. En esa temprana contienda (y lo mismo valdrá para ésta), una reacción lenta y una declaración contraria retardada no obtuvieron laureles por su prudencia para contrarrestar el apoyo que desperdició por el camino. Cuando las reacciones quedan tan por detrás del ritmo de los eventos, su fundamento se pierde por completo. Ahora tenemos un presidente cuya cualidad más fiable es eliminar el aguijonazo del pánico, pero también el acicate de la urgencia de toda situación política. Esa característica ha resultado ser un activo que está lejos de ser obvio. “Es terrible –ya lo sabía– y tenemos todo bajo control”. La postura temperamental hace que adopte una actitud de indiferencia tranquila ante pasiones violentas. Pero en ningún sitio la pasión política excede tan rápidamente toda proporción como en la pasión por una guerra que nadie en los puestos de comando ha desalentado inequívocamente.



David Bromwich enseña literatura en Yale. Ha escrito sobre política y cultura para The New Republic, The Nation, The New York Review of Books , y otras revistas. Es editor de las obras seleccionadas de Edmund Burke On Empire, Liberty, and Reform y coeditor de la edición de Yale University Press de On Liberty .

Fuente: Una guerra más, por favor

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